Aquí dentro siempre llueve

Ana Dorado. Psicóloga

Cuando inicié la formación en Cuentoterapia ya llevaba demasiado tiempo trabajando en protección de menores. Durante la ronda de presentaciones del taller “La bola dorada”, una compañera muy querida por mí justificó su presencia e interés por la Cuentoterapia confesando que a ella nadie le había contado cuentos de pequeña. A mí tampoco. Ni en mi infancia ni en mi edad adulta. Nunca nadie me había contado cuentos y ello hizo que sus palabras resonaran en mí con una enorme tristeza y soledad. Cuando continué mi formación comencé a hacerme con cuentos que me parecían interesantes, se los contaba a mis compañeras de trabajo y reflexionábamos juntas sobre su poder facilitador.

La primera vez que mis compañeras me plantearon que usara los recursos de la Cuentoterapia fue para intentar ayudar a un padre que comenzaba una nueva etapa junto con su compañera sentimental, afrontando el reto de criar a tres niños. Nuestro papá estaba muy enfadado con la Administración, porque hasta ahora habíamos apostado porque la madre fuera la principal figura cuidadora, pese a que en su opinión ella sólo merecía lo peor, ya que lo había abandonado, denunciado, iniciado una nueva relación, marchado a la Conchinchina y posteriormente había vuelto a quedarse embarazada. A partir de ahora él se haría cargo de los tres niños, con la particularidad de que el mayor no era hijo biológico. Y todos (administración y niños) tuvimos que reconocer que nos habíamos equivocado al confiar en ella. En este caso, yo sería una nueva incorporación no contaminada.

Me pareció muy interesante saber que, en su infancia, este papá había sufrido la marcha de su madre y que había sido su padre quien cuidó de él y de sus hermanos. Comenzamos a trabajar la importancia del apego y cuando le pregunté si alguna vez alguien le había contado un cuento, creyó que estaba de broma. Nadie, jamás, tuvo tiempo de contárselo. Su padre estaba demasiado ocupado en trabajar y sacar adelante a la familia. Entonces buscamos espacios donde pudiera producirse un acercamiento físico a los niños, donde fuera posible la proximidad, la complicidad, y encontramos la hora del baño y la de ir a dormir. Después encontramos también la hora de ir a la biblioteca a elegir los cuentos.

Yo tenía en casa un cuento, no recuerdo bien su nombre, con unas ilustraciones maravillosas y muy poco texto, que hablaba de esas especies animales en las que los machos cuidaban tanto de los huevos como de sus pequeños, y me pareció “su cuento”. Una mañana le pedí que se sentara; le dije que tenía un regalo para él. Le conté el cuento y se emocionó muchísimo. Me comentó que nunca se hubiera imaginado que existieran tantas especies en las que los machos cuidan de su progenie. Aquel fue un momento mágico que permitió que nuestro trabajo resultara tan positivo y que le ayudó a entender la paternidad de otro modo.

También he utilizado muchos cuentos en los momentos de acoplamiento, para facilitar el acogimiento familiar. Con alguna familia fue precioso sentarse en el suelo, leerlos y utilizarlos como objeto transicional. A uno de aquellos niños tuve que explicarle que ya no vería a su madre durante un tiempo, que ella estaba en prisión, que había hecho daño a otra persona y que durante su estancia allí la cuidaríamos... Me atreví a versionear el álbum ilustrado El niño y la bestia y pudimos hablar de que, en ocasiones, algo nos duele tanto que nos transformamos en “bestia”. Que el alcohol hace mucha pupa y que en prisión su madre no bebería, que tendría una doctora que le daría las medicinas que necesitaba para ponerse bien y que quizá él podría ayudarla también con algunas bonitas cartas y unos preciosos dibujos. A mí, la lectura del cuento me ayudó muchísimo a poder acercarme a él; a trabajar cosas tan duras desde la ternura del cuento, sin juicios. Y mi impresión es que a él también le ayudó.

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“Carmen iba encajando las vidas de las personas que habían tenido un significado especial para ella en cada uno de los personajes del cuento”

Con otra mamá herida también me ayudaron mucho los cuentos. Carmen era una mamá a la que tuve que comunicar que se iban a suspender temporalmente las visitas a sus hijos, que se encontraban en acogimiento con otra familia; y yo deseaba que esto no se convirtiera en la excusa perfecta para que ella descendiera de nuevo a los infiernos del alcohol y las drogas. Le expliqué los motivos que me llevaron a tomar tan dura decisión y le propuse vernos todas las semanas, tomar un café, hablar... y en esos espacios incorporé a la dinámica algunos cuentos. Le encantaban. Tampoco a Carmen nadie le había contado jamás un cuento. Ella había contado demasiados “cuentos” a sus hijos y ellos ya no confiaban en ella. Necesitaban romper su vínculo para poder confiar en su madre de acogida.

En nuestro espacio de encuentro, a veces, Carmen me traía poemas, me pedía que le imprimiera en color algunas láminas con frases importantes para ella, hicimos una tarta especial para su hija, escribió cartas para sus hijos... Mientras estábamos leyendo el cuento “La doncella manca”, me di cuenta de que ése era “su cuento”. Seleccioné la versión más acorde con ella, la imprimí y durante varias sesiones lo fuimos trabajando. Disfrutamos cada minuto y me maravillé de su sabiduría. Iba encajando las vidas de las personas que habían tenido un significado especial para ella en cada unos de los personajes del cuento; y también fue capaz de ver algunas facetas de sí misma en momentos muy relevantes de su vida.

Los cuentos han sido esenciales en mi vida. Estoy enamorada de los cuentos y me resultan un recurso maravilloso para acercarme a otras personas heridas. Creí que en mi trabajo los utilizaría principalmente con niños. Me equivoqué. Los utilizo, sobre todo, con adultos a los que nadie, jamás, les ha contado un cuento.

Este artículo fue publicado originalmente en el número 3 de la revista anual de AICUENT, en diciembre de 2017

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