Un maletín repleto de herramientas sutiles

Remedios Plaza

Enfermera de cuidados paliativos. Cuentoterapeuta. Desde hace ocho años trabaja en el equipo domiciliario del hospital de Villarobledo.

Quiero dedicar este artículo a exponer algunas reflexiones sobre el potencial que tienen los cuentos para facilitar el acercamiento y, cuando sea posible, la aceptación de la enfermedad, el deterioro y la muerte en una sociedad que está constantemente negándola. Y sobre todo quiero ofrecer un testimonio de mi propia experiencia. He tenido la suerte de poder utilizar los cuentos en diferentes situaciones y espacios, y en todos los casos sentí aceptación y disfrute entre quienes me escuchaban, sin importar que el tema a tratar fuese la enfermedad o la muerte. Partimos de una realidad evidente; vivimos en una sociedad donde la muerte es un tabú, de hecho, si nos paramos a observar la forma en la que hablamos, veremos la cantidad de palabras y frases que somos capaces de usar para evitar nombrarla: “nos ha dejado”, “se ha ido para siempre”, “ahora tenemos una estrella que nos cuida”, “ya no está con nosotros”…

Vivir negando la muerte, muy lejos de ayudarnos a asumirla nos “desconecta”, convirtiéndonos en personas que demoran sus asuntos, que dejan para mañana aquellas cosas que les pesan, personas poco centradas en el presente, en el ahora. En uno de los documentos que recomiendan las líneas de trabajo a seguir, El Consejo de Europa plasma de forma muy clara en qué dirección necesitamos avanzar: “Se muere mal, cuando la muerte no es aceptada. Se muere mal cuando los que cuidan no están formados en el manejo de las reacciones emocionales que emergen de la comunicación con los pacientes. Se muere mal cuando la muerte se deja a lo irracional, al miedo, a la soledad, en una sociedad donde no se sabe morir”.

Trabajo desde hace 20 años en cuidados paliativos como enfermera y a lo largo del tiempo he ido viendo de forma cada vez más clara qué necesario es hacer visible la muerte a nivel social. Me parece que este también es el mejor modo de poner conciencia en la vida. En muchas ocasiones la gente vive sus vidas desde el miedo, bajo un sentimiento de amenaza, cuando podrían hacerlo desde otra perspectiva, con la conciencia de que el tiempo no es infinito ni las situaciones estancas. También olvidamos que somos nosotros los responsables de elegir muchas veces cómo vivir.

Los últimos siete años he estado trabajando en la unidad domiciliaria de un hospital comarcal, en Villarrobledo, al noroeste de la provincia de Albacete. Los hospitales pequeños y las zonas rurales facilitan mucho mi tarea, pues es más probable que tanto compañeros como familias conozcan nuestro trabajo y se muestren dispuestos a colaborar y lo hagan con una actitud de apertura. Esto explica sin duda una parte del éxito que hemos tenido, pues en paliativos el trabajo en equipo no es sólo aconsejable, es imprescindible. La atención domiciliaria es ese espacio donde el paciente y la familia son siempre los protagonistas.

Empecé a dejar cuentos a algunos pacientes y familiares desde que comencé mi formación en Cuentoterapia. Vi en los cuentos un vehículo de comunicación, un recurso para producir una apertura emocional. El cuento es para mí la manera más sutil y amable de hacer trabajo personal, y rompe con algo que en paliativos es muy común, la “conspiración del silencio”. Hablo de esa situación en la que todos “saben” pero no se atreven a compartir lo que está ocurriendo, tampoco a compartir sus emociones, por temor a hacer daño, por falta de fuerzas, por desconocimiento… y esa falta de comunicación conduce a muchos pacientes y familiares a un estado de aislamiento. En estas situaciones he compartido álbumes ilustrados como El laberinto del alma, de Anna Llenas. Diría que este libro propone un recorrido casi poético por todas las emociones, aquellas que nos agradan y las que nos incomodan, con unas ilustraciones que transmiten mucho.

El otoño de Freddy la hoja, de Leo Buscaglia es un álbum ilustrado que narra de manera metafórica la relación entre la vida y la muerte, ayudándonos también a reconocer el miedo que despierta la cercanía de la muerte. Lo he facilitado en muchísimas ocasiones, porque vale para todas las edades. Lejos, de Pablo Albo y Aitana Carrasco, nos ayuda a reflexionar sobre qué ocurre cuando no damos respuesta a los niños -o a los no tan niños- sobre la muerte y de qué forma se rellenan esos vacíos. Me gusta también que sea la propia protagonista quien es capaz de encontrar algo que la satisfaga, después de atravesar el camino de dolor que en muchas ocasiones recorremos tras la muerte de un ser querido. El pájaro muerto, de Margaret Wise Brown y Christian Robinson es un álbum que he utilizado en talleres con niños.

Lo que valoro especialmente de este último cuento es la naturalidad y delicadeza con que su autora narra qué ocurre al cuerpo tras morir. El libro nos cuenta sencillamente qué hace un grupo de niños tras tomar la decisión de enterrar a un pequeño pájaro que encuentran muerto en el parque. Que lo entierren de una forma tan bonita cuando ni siquiera era suyo, me parece un valioso gesto de humanidad. Hay otro álbum que quiero nombrar; es ¿Duermen los peces?, de Jean Raschke. A éste le tengo un especial respeto, pues se atreve a acercarnos a la experiencia de la muerte entre hermanos. Un niño enfermo va a morir y comparte sus miedos con su hermana; incluso llegan a pensar juntos en cómo le gustaría a él que fuese su funeral. En este cuento, a diferencia de otros, la muerte se nombra sin rodeos. Éstos y otros muchos álbumes ilustrados pueden ser utilizados para romper esos silencios tan incómodos y para facilitar la expresión de las emociones. Nuestra carga se hace más liviana cuando la compartimos y es desde ahí donde se puede acompañar de verdad.

A medida que iba avanzando en la Cuentoterapia observaba lo útil que era para mí, para mi familia y mi entorno. Y un día propuse a la dirección del hospital que me comprara unos cuantos cuentos para poder facilitárselos a los pacientes y familiares que quisieran leerlos en sus casas. Desde hace ya más de dos años llevo en el coche, además de los útiles que son normales en mi trabajo, un maletín con cuentos. Considero que esto es un privilegio tanto para nosotras como para los pacientes y sus familias. Llevo utilizando los cuentos en las charlas que doy sobre la muerte y en los cursos sobre cuidados paliativos a los que asisto. Siempre he tenido una buena acogida por parte de los asistentes, que por cierto, la mayoría de las veces no son niños. Todos los adultos a los que me he dirigido, profesionales sanitarios en su mayor número, se han quedado enganchados a los cuentos. Es fácil observarlo, porque al finalizar las charlas se acercan pidiéndome títulos y ya han dejado de pensar que los cuentos son “cosa de niños”.

He observado a lo largo de estos años cómo el trabajo de carácter personal que cada uno ha hecho previamente en relación a la muerte, el sufrimiento... influyen de forma clara en el modo que tenemos de acercarnos al paciente que padece una enfermedad avanzada. Paradójicamente, bastantes personas han sentido la necesidad de ahondar en estos temas a raíz de haber sufrido la muerte de un familiar o de algún amigo íntimo. Otros han sentido esa necesidad de reflexionar y mirar hacia adentro cuando la enfermedad se ha acomodado en sus vidas, cuando esa experiencia les ha tocado vivirla en primera persona. En una sociedad que rechaza la muerte y que a la vez exige a la medicina que siempre proporcione la curación, uno no puede acercarse al paciente muy evolucionado si previamente no ha trabajado estos temas a nivel personal. Cuando no se ha hecho este esfuerzo es muy probable que el acercamiento a la muerte sea vivido con angustia. Nos resultará difícil manejarnos en situaciones donde la enfermedad y al deterioro ajeno nos confronten con el nuestro, y en muchos casos optaremos por alejarnos de los enfermos que tengan este perfil.

Por el contrario, si nos acercamos a nuestra propia mortalidad, ahondamos en ella y la hacemos presente, nuestra forma de relacionarnos con el paciente y su familia cambiará considerablemente. El trabajo previo a nivel individual, así como el contacto con personas cercanas a la muerte, sin duda nos van moldeando y van rehaciendo los contornos de nuestra figura hasta transformarnos en personas más maduras, capaces de acercarnos al sufrimiento de los otros con una mayor capacidad para ayudar y acompañar. En la sociedad actual existe una negación de la muerte, tanto es así que hay quien nos describe como “la sociedad de la muerte ausente”. Vivimos en una época donde el dolor, el sufrimiento y la muerte se intentan esconder o dejar a un lado. Estas experiencias no tienen cabida en una sociedad donde se premia la juventud, la belleza y el poder. En palabras del psicólogo Ramón Bayés: “En un mundo de jóvenes guapos, consumidores compulsivos de cremas, la muerte es algo que no tiene cabida”. Una buena prueba de la intolerancia que la gente tiene al dolor la tenemos en la frecuencia con que recurrimos a los medicamentos que ocupan el primer escalón en la Escalera analgésica de la OMS. Es muy significativo que los analgésicos prescritos para aliviar el dolor leve sean los fármacos más utilizados hoy en día.

También constatamos este creciente distanciamiento de la muerte al observar cómo hemos ido sacando de las casas a las personas que se acercan al final de sus vidas. Las hemos ido alejando de nosotros y llevándolas a espacios más fríos, como los centros de media o larga estancia, los hospitales y las residencias. Como si alejándonos de la muerte y sacándola de nuestro entorno más cercano, fuera a desaparecer. Dejar el cuidado del cadáver y su acompañamiento en manos de la funeraria, es para mí otra muestra más de este distanciamiento. Como si creyéramos que encargando a otros esas tareas, pudiéramos negar su existencia. Lo cierto es que existe una fantasía que nos hace pensar que todo nos irá bien en la vida, y que será a los otros a quienes les acontezcan los problemas de salud, económicos o familiares. Es una creencia muy infantil que nos deja carentes de recursos y nos hace sentir muy desgraciados cuando las cosas no suceden como nosotros habíamos imaginado. A veces la trampa se halla en compararnos con otros o con nosotros mismos en otras etapas de la vida, cuando creíamos que nos iba mejor. El álbum ilustrado Así es la vida, tan conocido por todos los estudiantes de Cuentoterapia, me parece un recurso muy eficaz para desmontar estas creencias, para trabajar la frustración, para tomar conciencia de que en la vida hay momentos de todo tipo y que tenemos la oportunidad de vivirlos de una manera u otra.

Con los cuentos tenemos la oportunidad de introducir estas cuestiones y reflexionar sobre todo ello. Los hay que pueden resultar muy útiles para hacer entender a los niños y no tan niños qué ocurriría si la muerte no existiera. Uno de ellos es el cuento tradicional español “El peral de la tía Miseria”. Otro es “Jack y la muerte”, un cuento de origen anglosajón cuya versión actual se titula “El señor Muerte en una cáscara de avellana”. Ambas narraciones nos muestran que es imprescindible comprender que la muerte y la vida forman un continuo del que depende el mantenimiento del orden natural de las cosas.


Este artículo fue publicado originalmente en el número 5 de la revista anual de AICUENT, en diciembre de 2019.












































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Taller Especial: “Al hilo de un cuento, un canto. Acompañando estados de ánimo.”

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